jueves, 25 de septiembre de 2008

Encargado con fecha de vencimiento

Hay un consenso tácito al ascociar sobre cual fue la época mas fecunda en lo referido a las desopilantes situaciones ocurridas y quien era el encargado del taller.

Esta época fue durante el reinado en forma de binomio, por un lado estaba Atila del taller y por el otro, un inefable personaje que, como comentamos en otra entrada, nadie advirtio su ingreso y tampoco su retiro. Pero si podemos decir, que la brillantez de conceptos de este último hizo que, para quienes estuvimos ahí, concordemos en que dicho período fue fecundo en situaciones. Llegó a un punto tal, que su apellido (el del encargado o viceencarado) fue inculcado como sinónimo sagaz de bobada, estupidez, sandez, memez, insipidez, vaciedad, tontería y cualquier otro adjeivo razonablemente cercano a la idiotez.

En dichas épocas hubo gran tumulto por un reconocido cliente del norte de américa del sur, habitante de las tierras inmortales de Rodrigo de Bastidas, que se había empacado haciendonos creer que era una habitual chicana indisimulabrel de algún capataz de aquel taller. Asimismo, esa semana fue la primera de un gran tallerista, obrero del teclado el, que como era de esperar, llegaba al taller con un ánimo grande de progreso profesional y otras cuestiones, que por ser personalisimas no podemos describir.

El asiento de trabajo de este compañero no resulto agradable pues quedó frente a un aciago tallerista y dando espaldas a a puerta de entrada al taller, esta puerta no era ni mas ni menos que la oficina de El Rey (no confundir con encargaduría, esta era el aposento mismo del dueño). El lugar no era malo por su ubicación, El Rey siempre observó soretes y no personas, esclavos y no obreros, culiados y no transeuntes.

El viceencargado tuvo una fantástica idea para salvaguardar y zanjar la situación con el cliente heredero de las tierras de Don Rodrigo y así desplazar a Atila y recoger la siembra propia como un record de temporada. Había un obrero del teclado que por esos días había finalizado con singular éxito el mismo proceso que requerían los postergadores de tan agradabl pago, pero que dicho proceso no había visto sino solamente las pruebas de gran envergadura realizadas en el taller. El viceencargado advirtió que esa era su salvación para mostrar su gimansia, muñeca, astucia y hasta su camándula para dejar de ser el segundon y pasar a primer plano.

Lo jocoso de esto fue lo siguiente, dicho personaje caminó raudo hasta la oficina de El Rey para desarrollar y exponer su magnánimo, principesco, altruísta y desinteresado plan. Es imposible describir la situación de manera precisa, pero haremos lo posible. La puerta de dicha oficina estaba abierta totalmente, nuestro nuevo obrero del teclado estaba hubicado como correspondía en su lugar de trabajo, nuestro añorado viceencargado entró raudo cuan estiletazo perfecto del venerable Hannibal Lecter, no pasaron mas de 10 segundos cuando una catarata de improperios, vituperios, insultos a mansalva, palabras y oraciones execrables, afrentas y baldónes lanzados hacía la persona y sus condiciones profesionales, nuestro nuevo compañero tallerista escuchaba pávido, con sorpresa y asombro. A medida que el tiempo pasaba y las palabras del rey surcaban el aire, espesandolo, rebotaban en el tinglado y llegaban a todos los rincones del taller y así nuestro nuevo obrero y el mas cercano a la oficina mostraba colores en su rostro tan cambiantes que su gesto se iba desdibujanto al punto de estar cercano al punto inicial de la debacle. En esos instantes nuestro viceencargado cerró raudo la puerta de la oficina del rey como queriendo preservar su respetable figura. No hubo tal resguardo, la insistencia y el elevado volumen de voz de El Rey hizo que la puerta fuere como un simple papel de barrilete, el recital continuaba altisonante.

Uno de los obreros del teclado se acercó a nuestro nuevo integrante y le explicó que debiere acostumbrarse a dicha poesia urbana destinaba a cualquier siervo habitante del taller. No era algo esporádico, era una situación de normalidad, que solamente se diferenciaba de otras por el volumen del recitado poetico.

Nuestro nuevo obrero se calmó, entendió la situación que meses después fue narrada con saleroso humor. Para nuestro viceencargado, la vida en el taller no volvió a ser la misma, cualquier obrero con cierta antiguedad desde ese día empezó a mirar al encargado como un objeto con fecha de vencimiento cercana. Ninguno se equivocó.

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